Anoche sucedió nuevamente. Esta vez desperté en una mesa para tres de un amplio comedor de un restaurante repleto de mesas vacías. Llevaba puesta aquella horrible camisa de cuadros de ajedrez que, después de una monumental bronca, arrojé con desprecio a la cara de Julia, reprochádole haberse gastado nuestro dinero en aquella horrorosa prenda. Aquella fue la última vez que la tuve entre mis manos. A las dos. Después, desaparecieron juntas. Una he vuelto a verla esta noche cubriéndome totalmente el torso. Julia está por venir. Quedamos en el sueño de esta noche.
Miro insistentemente el reloj de mi muñeca y el del carrillón del comedor. Un minuto de diferencia separa el horario del carrillón del mío. Cientos de horas de su tiempo y de mi tiempo unidos en el tic tac de lo años. ¿Dos? Sí, fueron dos y otro año más que el duro trabajo diario de olvidar te regala. Volví a mirar mi reloj porque la hora de la cita se acercaba. Sin embargo, ahora mi reloj marcaba tres años y siete horas menos de diferencia y aparecían en la esfera imágenes de aquella escena de la bronca con Julia: el mismo restaurante, la misma mesa, el mismo carrillón, la misma camisa...yo estaba allí, aquí, esta noche, como aquella vez. Desabroché rapidamente el reloj de mi muñeca y lo puse con la esfera boca abajo en una esquina de la mesa y miré a la puerta de entrada del comedor. Hacía su entrada Julia, elegante como siempre, y un acompañante seguía sus pasos. Dejaron las chaquetas en el colgador de la entrada y se dirijieron a mi mesa cogidos de la mano.
Sonreían, caminaban felices. Él, educadamente, le ofreció una silla para sentarse. Ella agradeció el gesto de cortesía con una sonrisa. Sentados, acariciaban sus manos mientras charlaban. Yo no apartaba la mirada a cada uno de sus guiños, sus caricias, sus palabras, sus movimientos, y menos hacia ella y a sus pendientes, esos pendientes de oro que colgaban de esas orejas a las que Julia sólo esclavizaba cuando celebraba algo muy especial. Fue entonces cuando ella sacó del bolso un mediano paquete envuelto en un llamativo papel de regalo que le ofreció a él. Éste acercó su rostro al de Julia y se besaron, en un gesto de agradecimiento. Cuando él separó sus labios de ella, rapidamente y con ojos de ansiedad, rasgó el papel que cubría la sorpresa y sacó de ella un camisa. Una horrible camisa de cuadros de ajedrez. Él agradeció el regalo con otro beso aún más largo e intenso y se deshizo de la camisa que traía puesta y se vistió con la espantosa camisa de cuadros de ajedrez.
Llegó el primer plato....yo consumiendo todo este tiempo. Y el segundo... yo digeriendo mi fracaso. Los postres...yo helado de amargura. Los cafés...yo solo.
Volví a coger el reloj y miré la hora. La misma de entonces, tres años y siete horas atrás, y una larga eternidad observando esta noche esa horrible camisa de cuadros de ajedrez en el cuerpo de otro. Y, ahora, tres años y siete horas después, me doy cuenta de que no era tan fea como yo creía.